Poesía y Ciencia Ficción, por Matías Carnevale


Poesía y ciencia ficción

Por Matías Carnevale


Este artículo es donado por el autor y fue publicado originalmente en la revista Supersonic #13. Fue autorizada esta publicación por el autor como por Cristina Jurado, representante de Supersonic.




Cuando uno piensa en la relación de la ciencia ficción con la literatura en general, es posible que la poesía no esté entre las primeras opciones a considerar. Históricamente, el cuento y la novela parecen haber dominado el panorama del género, pero existen algunas dignas excepciones.

Una indagación bibliográfica más o menos azarosa dio resultados sumamente interesantes, casi a modo de serendipia. Por ejemplo, “El pterodáctilo”, poema de Philip José Farmer que se anticipa por tres décadas a la fascinación reptílica que causó Parque jurásico. Por otro lado, en Zen en el arte de escribir, Ray Bradbury ensaya algunos versos que exudan vitalidad y ensalzan la actividad creativa; aunque no tengan conexión con la ciencia ficción ni sean de gran calidad literaria, el intento es loable. Afortunadamente, Bradbury siguió destacándose como cuentista y novelista.

Pero estos son meros ejemplos de dentro del establishment de la ciencia ficción. Es maravilloso ver cómo algunos temas propios de la ficción científica han logrado tender puentes entre lectores, críticos y escritores que no dudarían en abjurar su pertenencia al club. Tomemos por caso a dos poetas británicos tal vez desconocidos en el ámbito hispanoparlante: Edwin Morgan y Heathcote Williams. Leí a Morgan por primera vez en una antología de verso cómico y traduje el poema que analizo a continuación; con Williams sucedió algo similar, por lo fortuito del encuentro: mientras compilaba material para un ensayo, di con una versión condensada de Autogeddon, obra que finalmente traduje en 2016. Ambas traducciones intentan acercar estos poetas a nuevos públicos.

Morgan, poeta laureado escocés, nació en 1920 y falleció en 2010. En 1973 publicó From Glasgow to Saturn (De Glasgow a Saturno), poemario cuyo título indica sus aspiraciones cósmicas. Uno de los poemas, “Los primeros hombres en Mercurio”, trata sobre la llegada de una expedición terráquea al planeta más cercano al Sol. Escrito en forma de diálogo, nos traslada a un mundo alucinante donde los invasores vuelven con un regalo inesperado: el lenguaje de los nativos. Las primeras líneas aluden a las tantas narraciones de “primer contacto” a las que estamos habituados: “--Venimos en paz del tercer planeta. ¿Nos llevarían con su líder?” Los usualmente orgullosos humanos regresan perplejos, sin la posibilidad de haber discutido los términos de su incursión a Mercurio:


--¿Gawl han fasthapper?
--No. Deben regresar a su planeta.
Vuelvan en paz, lleven lo que han obtenido,
pero pronto.
--Stretterworra gawl, gawl…
--Por supuesto, pero nada es siempre lo mismo ¿cierto? Recordarán Mercurio.



Aquí, el viaje extraordinario, tópico recurrente de la ciencia ficción, recibe un tratamiento novedoso, que subvierte las expectativas del lector.



Williams nació en Helsby, Inglaterra, en 1941 y falleció en Oxford en 2017. Aunque fue educado en Eton, uno de los colegios más exclusivos del Reino Unido, fundó Frestonia, una comunidad anarquista utópica. Atravesó los 60 y los 70 como una figura importante de la contracultura inglesa, adquiriendo reconocimiento como poeta y dramaturgo. Entre 1988 y 1991 publicó su trilogía del medioambiente, Whale Nation, Sacred Elephant y Falling for a Dolphin. Es en Autogedón, no obstante, donde Williams juega con algunas nociones típicas de la ciencia ficción para satirizar nuestra dependencia de los combustibles fósiles y el automóvil.



El poema, ilustrado con una serie de imágenes alusivas, recibió buenas críticas de parte de J.G. Ballard[1], quien ya había explorado temas similares en Crash (1973). Publicado originalmente en el contexto de la Guerra del Golfo (1990-1991), Autogedón cuestiona la contaminación, la violencia en los caminos y las guerras por el petróleo propias de la cultura del auto. Williams recurre a un explorador extraterrestre para desvelar la relación simbiótica que parecemos tener con los vehículos y presenciar “la Tercera Guerra Mundial que nadie se molestó en declarar” y nuestra mórbida fascinación por la velocidad. Por ejemplo, en los hospitales



Marañas sinuosas de suero alimentan de a poco,
dan combustible a aquellos que con demasiada prisa se
fusionaron con sus vehículos
y hacen que la habitación se vuelva indistinguible
del cableado de un automóvil.




En su obra, Williams adhirió a una tendencia ludita, crítica de los efectos de la tecnología sobre la humanidad. En “Si te fueras a Marte”, el poeta describe un viaje espacial tragicómico, en donde los astronautas viajarían “abrochados en una cápsula especial, como si fuera una camisa de fuerza”, porque “los otros pacientes allí abajo destruyeron el manicomio”, para aterrizar en Marte “como nada más que una masa informe, escupida fuera de la escotilla.” Como es usual en la poesía de Williams, en el desenlace echa mano a la historia para respaldar su tesis:



Alejandro Magno
se sintió ofendido con su padre,
Felipe de Macedonia,
por no dejarle ningún sitio por conquistar,
“¡Pero están las estrellas!”,
respondió su padre.
Dos milenios después,
las estrellas esperan.
Tintinean,
y esperan,
mientras heroicas formas
de vida
flotan con una trayectoria
errática
en un megaverso infinito.


Pero este artículo estaría incompleto si no incluyera a una poetisa. Y es aquí donde el hallazgo se vuelve más precioso: el poema “Palabras a un habitante de Marte”, de Alfonsina Storni. Storni nació en Suiza en 1892 y se suicidó en Argentina en 1938, hecho que suele opacar otras facetas de su notable carrera. Fue parte de la vanguardia literaria argentina de su época, llegando a ser comparada con Rubén Darío.


En el poema que nos ocupa, publicado en Ocre (1925), Storni emplea lenguaje descriptivo para imaginar a los habitantes del planeta rojo. A diferencia de su contemporáneo H.G. Wells, que los había supuesto agresivos y horripilantes, Storni, tal vez por influencia del pensamiento teosófico, los representa como seres sensibles “de finas manos prehensiles, Boca para la risa, corazón de poeta y un alma administrada por los nervios sutiles”. En estos versos, Storni parece haberse anticipado por varios años a los marcianos de Bradbury, poéticos y capaces de grandes logros en su cultura. La conexión se vuelve aún más estrecha cuando la poetisa se pregunta “Pero en tu mundo, acaso, ¿se yerguen las ciudades como sepulcros tristes? ¿Las asoló la espada?”, en un cuestionamiento filosófico que posiblemente esté dirigido a nuestra propia raza. El contexto de escritura, a pocos años del fin de la Primera Guerra Mundial y de la publicación de La tierra baldía (1922), de T.S. Eliot, da un significado particular a estas líneas y las que siguen: “¿Con tu planeta añades/A la Vasta Armonía otra copa vaciada?” Marte, planeta yermo y con una civilización en vías de extinción, parece ser el ejemplo a evitar. La poetisa desea encontrarse con estos seres de “cuerpos hermosos” sin temerles, “¿qué podría importarme que tu señal de vida bajara a visitarme?”, porque busca “una estirpe nueva a través de la altura”. Estas son interrogantes que han ocupado y todavía ocupan a la ciencia ficción.




(1) 
Ballard opinó que el poema “le pareció tremendo, poderosamente impactante” y que “Hay una enorme cantidad de material interesante allí”. Existe una disputa respecto del origen del neologismo autogedón: algunos se lo atribuyen a él, otros a Lawrence Ferlinghetti.

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