Maribel Carrasco Primera Fase

 

Nadexa miró a la pequeña “canica azul” que se alejaba lentamente, deslizándose hacia su derecha. Era inevitable sentir algo de nostalgia por ese mundo que tantas decepciones le había producido. La Tierra, oscura y reseca, ese lugar donde declarar existo era el verdadero desafío. Apretó contra su pecho la caja oxidada que le inspiró a poner rumbo más allá de su mundo. Suspiró profundo, y al cerrar los ojos se recordó caminando por el parque emblemático de la capital, buscando el risco donde pondría fin a sus días. Ya no le quedaba nada. Los últimos amigos se habían marchado hacía meses, la casera le había pedido la llave de su cuarto la tarde anterior.

Se recordó intentando escalar hasta la cima, mientras las piedras se deslizaban bajo sus pies. La frustración la superaba, no era capaz de mantener un trabajo, de pagar sus deudas… ¡Y ahora no era capaz de quitarse la vida! Avanzó con más fuerza, estaba decidida a llegar a la cima o morir sepultada por las piedras. El piso de guijarros cedió y Nadexa se deslizó varios metros colina abajo. Cuando abrió los ojos, entre sus manos magulladas se encontraba una caja oxidada. Entonces un sentimiento tanto o más humano que la desesperación, se apoderó de ella: la curiosidad.

Una voz la trajo de vuelta al presente:

- ¿a ti no te da miedo? -preguntó Amelia.

- ¿Qué cosa?

- Estar tan sola, allá, en medio de la nada…

Nadexa apuntó levemente a aquel sutil resplandor celeste que se alejaba por la ventanilla de la nave. -siempre lo estuvimos, ¿o no?

                                                       *****

 

Mientras la “tierra-marte IV” hacía sin prisas su ruta bien conocida, Nadexa abrió la vieja lata. Su contenido, un recorte de revista que mostraba la biografía de Michael Faraday, un viejo avión de papel dañado por el agua, un cuaderno con tapas de cuero garabateado de ejercicios matemáticos y en su interior una carta escrita a mano que Nadexa leía, ahora por segunda vez:

Habitar un nuevo mundo se parece mucho a instalarse en una nueva casa, y yo estaba viviendo este proceso en paralelo. Acá pondremos los invernaderos, decían en el laboratorio. Acá estará tu oficina, decía Muriel. Acá los domos habitables. Aquí ubicaremos la mesa. Aquí los generadores, la planta de refinación de aire, la zona de explotación productiva. Aquí habrá un pino, acá la piscina, allí la pieza de los niños.

El entusiasmo, la novedad de empezar un proyecto nuevo… no te deja dormir ¿sabes? Y todo es emoción, todo es futuro, todo es promesa. Nos costó, ¿sabes? Nos costó tanto.

A Muriel la conocí en el pregrado. Delgada, pecosa, con su pelo morado reluciente, loca, como a ella le gustaba describirse. Estudiaba artes en la facultad de enfrente, y en realidad no era tan loca como ella decía. Era una persona fantástica. Desde el principio me encantó. Tenía un empuje envidiable, y era brillante. La situación económica de su familia era menos que miserable. La verdad yo tampoco la llevaba fácil. Solo, por primera vez en la vida, sabía que debía esforzarme. Me trasladé a la capital desde mi natal Tomé sin un peso en el bolsillo. Vivía en una habitación pequeña y oscura, trabajaba los fines de semana hasta el amanecer.

Para ambos fue un alivio tenernos como apoyo. Costó. Noches sin dormir, semanas enteras de no vernos, de dejarnos notitas pegadas en la pared de la pieza que arrendábamos. Llevábamos “la dieta universitaria”: dos sándwiches al día, un pocillo de maruchan, y mucho té. Los días de exámenes nos permitíamos una trufa que engullíamos 15 minutos antes de la prueba, con la esperanza de que el azúcar nos diese la energía rápida que necesitábamos.

Todo este esfuerzo dió sus frutos. ¡Imagínate la emoción que sentimos al momento de titularnos! Al poco tiempo logré entrar en el laboratorio, quería ir más allá, quería ser un aporte, quería dejar mi legado a la humanidad. La pieza oscura pasó a ser un recuerdo. Nos instalamos en una casa soleada con un lindo jardín. Sobrevivir pasó a ser un recuerdo. Y empecé a pensar en el legado, cada día más… y más.

                                                          *****

 

La nave descendía lentamente. A su alrededor un enjambre de navecitas recibía y generaba cintas danzantes de luces verdosas y rosadas, formando un domo de color alrededor del planeta azul naranjo. Nadexa recordó sus años de entrenamiento.

- La gente no dimensiona el nivel de importancia que tiene este trabajo para el futuro de la humanidad. Que marte pase de ser un refugio a convertirse en un nuevo hogar para el ser humano dependerá, en gran medida, de la labor que ustedes realicen cuando estén en las torres. -había dicho el orador que daba la charla de ingreso al programa.

- ¡Esta es una pega de mierda!, solo un completo aweonao se metería en un cacho como este… ¡cómo se cagan a la gente! -escuchó que comentaba alguien al salir de la charla de reclutamiento.

-¿En serio? Solo uno por torre… ¿durante veinte años? -Dijo Amelia en un susurro. Se veía el temor en su mirada. Apoyó su dedo en la ventana empañada y dibujó un rostro triste con las letras UWU.

Pero Nadexa sonreía. Esta era la solución que tanto había buscado. Mientras durase el entrenamiento tendría techo y comida y esto era más de lo que ella aspiraba a tener en su vida hasta ese momento.

Los primeros años son los más difíciles, había escuchado. El “Homo interveneri” tiene una esperanza de vida de unas 10 veces lo que su antecesor el Homo sapiens. Y sin embargo esto no hace que los años de completo aislamiento sean una prueba fácil. Es por esto que el programa proveía de un entrenamiento especial, además de los dispositivos de acompañamiento que se encontrarían a lo largo de toda la torre. Con todo, no cualquiera servía para un trabajo como este. Nadexa estuvo entre los pocos escogidos (y entre los pocos interesados). La mayoría, gente como ella y Amelia, gente sin más opciones, y sin nadie que los espere en casa.

Mientras seguían el procedimiento para el descenso Nadexa continuó leyendo:

 

Siempre me inspiró la historia de Michael Faraday, quería ser como él. Ese había sido mi gran sueño desde niño. Un hombre que partiendo desde lo más bajo, y guiado siempre por su enorme curiosidad, se sobrepuso a todas las dificultades y legó con amor su gran aporte a la humanidad. ¿Cuál sería mi aporte? Eso pensaba. Muriel no podía entenderlo. Su recorrido por el mundo del arte se deslizaba plácido como el vuelo de aviones de papel. El mío por la ciencia se parecía más a una escalada a mano limpia.  No había dejado de luchar, y estaba empezando a darme cuenta. Fue entonces cuando la CLIA, la Compañía Latinoamericana de Ingeniería Aeroespacial se metió en lo de Marte. Y Muriel en las páginas de maternidad.

 

Un barullo de máquinas interrumpió su lectura. Habían llegado. La portentosa estructura consistía en una plataforma enorme para las naves de la compañía, con entradas menores para los puertos de carga y descarga de energía. Le pareció que aquí estaban más cerca del espacio que de la superficie marciana. Había imaginado el momento de su llegada. Quería mirar a ese nuevo mundo que le ofrecería tantas posibilidades, pero el único lugar que tenía alguna visibilidad era la ventanilla de la nave, y desde allí sólo alcanzó a ver nubes. Primera decepción. Además estaba ese zumbido molesto y ensordecedor, que lo tapaba todo. Ella tendría que convivir con ese zumbido por los siguientes 20 años, sin más compañía que las luces de la aurora marciana y aquel enjambre de navecillas. En un momento fue consciente del desafío al que se enfrentaba. Y a pesar de que la superficie era apenas imaginable, sintió vértigo, y sus piernas flaquearon.

 

El trabajo en la CLIA se estaba volviendo insano. Integraba ya dos proyectos distintos y tomaba un diplomado en matemáticas avanzadas para poder estar a tono con el desafío. ¡Era tan difícil destacar en un entorno de genios! Muriel me alentaba diciéndome: - ¿Por qué tienes que destacar? ¡Solo sé auténtico! Es todo lo que necesitas. - Y yo le agradecía con un beso mientras pensaba: porque no estoy grafiteando una pared, mujer, ¡estoy haciendo ciencia!

Fue por ahí por 2074 que la Nasa lanzó el concurso para resolver el dilema de la magnetosfera marciana. La pequeña colonia llevaba en Marte casi una década, pero sin resolver el problema de la radiación, una colonia humana estable en marte se hacía inviable. Se hablaba de poner un domo, de instalar diodos en ambos polos del planeta, pero todas las simulaciones de laboratorio arrojaban error. Se hacía urgente una solución.

Con un grupo de amigos decidimos integrarnos al proyecto, conseguimos financiamiento, costeamos de nuestro propio bolsillo cuanto pudimos. Estaba extasiado, este era el legado que tanto buscaba. Al fin tendría sentido tanto esfuerzo.

Fue por esta época también que Muriel me habló de lo del niño. Lo llamaba Óscar ya desde antes de ser concebido. Entusiasmado por la novedad de ambos proyectos, debo decir que fui muy participativo durante la concepción y ese fue por mucho tiempo mi único aporte.

¡Ah, Muriel, mi pobre Muriel! Ya no sé cuántas veces la dejé esperando para ir a escoger las cosas del niño.

La proyección computacional estaba arrojando error. Estaba obsesionado, las pocas noches que contaba con algo de tiempo para dormir las pasaba girando entre la oficina y el living, paseándome en la oscuridad.

Me escribía entusiasmada al confirmar su suposición sobre el sexo de la criatura, y yo solo respondía: -falló, el prototipo falló, ya me voy a casa. -

Una tarde mientras cenábamos, ahora ya en silencio, Muriel preguntó: -Me engañas, ¿verdad? Yo la miré sinceramente confundido. -Lo sabré igualmente, solo quiero oírlo de tu boca, por respeto.

Dejé la comida a un lado para mirarla detenidamente, por primera vez en meses. Sus ojos eran dos estanques desbordados por la lluvia. Me tomó de la mano y me condujo por la casa en silencio. Abrió la puerta blanca de una habitación. Era increíble. Esta mujer con ocho meses de embarazo se había dado el trabajo de pintar la habitación completa con un hermoso mural del cielo nocturno, del techo colgaba un satélite pequeño a modo de lámpara y en la oscuridad brillaban un millar de puntitos luminosos.

-Solo quería poder mostrarle donde estabas cuando nuestro hijo preguntara por ti.

Muriel sollozó y yo la abracé. Detrás de ella Marte me miraba desde el mural del fondo, y su vista hizo que se me revolviera el estómago.

 

Los meses pasaban y Nadexa comenzaba a sentir el peso de su soledad. Había pensado que el ser humano es una especie horrible y que nada tenía que aportarle a su vida individuo alguno. Pero comenzaba a extrañar. Se preguntaba qué sería de Amelia y su temor a la soledad. La tecnología se volvió su gran aliada. Las paredes táctiles le permitían recrear escenarios a los que nunca tuvo acceso ni tendría jamás. Podía quedarse dormida al calor de una fogata de luces led y sentir el calor del regulador de temperatura de la torre. Podía programar un bosque lluvioso y recostarse sobre la humedad de los poros de ventilación del complejo. Le gustaba subir a la cima vidriada y quedarse horas observando las estrellas recorrer rápidamente su campo visual, plácidas y seguras. En ocasiones pasaba enfrente suyo aquel punto celeste y ella le saludaba con la mano. Los sotocópteros, como los llamaban sus compañeros, zumbaban aparentemente erráticos alrededor suyo. El zumbido allá arriba estremecía su cuerpo, pero ya no le importaba. Tanto tiempo había acostumbrado sus sentidos al punto que ya no lo notaba.

Y esta era su nueva vida. Este era su trabajo. Debía controlar las rutas de los sotocópteros, satélites de bloqueo de radiación espacial, y vigilar la correcta descarga de la energía solar que ellos captaban en la atmosfera marciana. Estos “bichitos” eran los que se veían rodeados de lienzos sonrosados y verdes que tanto le impresionaron a su llegada. Eran pequeñas auroras boreales agitándose alrededor. Pronto notó que tenía la capacidad de controlar las rutas de los sotocópteros, siempre con cuidado, pues cualquier error pondría en riesgo la vida allá abajo e incluso la suya. Con el tiempo, se volvió experta en esto. Se divertía generando mensajes al azar con las luces de las auroras boreales. La torre 40N9O escribía UWU en el cielo con luces neón, y Nadexa sabía que Amelia podría ver el mensaje, estuviera donde estuviera.

El diario, encontrado en una cápsula de tiempo casera en el cerro San Cristóbal, descansaba ahora en su velador, guardando polvo. Y cada cierto tiempo, cual fantasma de una antigua sicofonía, Nadexa se preguntaba: -y yo, ¿qué hago aquí?  Escuchaba la voz del diario en su mente: - ¿Cuál será mi legado? Y respondía en voz alta: -No lo sé, hermano. Yo tampoco lo sé.

 

Muriel se estaba enfermando, se estaba enfermando con mi mente enferma. La veía apagarse día tras día. Oscuras ojeras pintaban su rostro, su pelo antes brillante aparecía ahora apagado y marchito. Podía estar horas sentada frente al lienzo sin avanzar más que dos o tres trazos inseguros.

No fue fácil entender. Me encontraba en las oficinas de la CLIA, reclamando con mis compañeros una prórroga del plazo para la entrega de un prototipo de energía económica en ambiente marciano. Los jefes nos estaban presionando, tanto tiempo sin resultados les hacía mostrar su peor cara. Recibí una llamada. Mi mujer, me decían, se encontraba en la urgencia del hospital, el bebé nacería ahora. Se requería de mi presencia. Recuerdo sentir como si hubiese caído en agua congelada. Tomé mi bolso y salí. De pronto ni marte ni el legado tuvieron sentido alguno para mí.

Estaba llegando a la clínica cuando el gerente de desarrollo llamó a mi celular. Exigía que me presentara de inmediato o quedaba fuera del proyecto. Quise gritarle, quise decirle todas esas groserías que había masticado entre dientes todos estos años… pero simplemente corté la llamada y tiré mi celular a un basurero cercano.

Muriel dormía con las mejillas sonrosadas. Lucía tan bella como el primer día que la vi. La besé en sus ojos cansados y deseé con el alma jamás volver a hacerla sufrir. Me entregaron a Óscar, mi hijo. Recuerdo haber dicho algo absurdo y la enfermera se rió.

La siguiente noche la pasamos en casa. Y me entregaron el celular, que alguien había escuchado sonando dentro del basurero. La verdad es que lo recibí ansioso. Pero ya nunca más volví a la CLIA. ¿por qué pudiendo escoger de entre tantos caminos escogía el que dañaba a quienes amaba? Esto tenía que cambiarlo.

 Esa noche, acunando a Óscar para hacerlo dormir, me acosté en su habitación con él sobre mi pecho. Y las luces del techo se mezclaron con las nubes de magallanes pintadas en el mural. Mis ojos se empañaron. Nuestras respiraciones acompasadas evocaban un ligero zumbido. Era una imagen onírica, sobre nuestras cabezas revoloteaban pequeñas avispas, toda una cúpula de avispas que llevaban a su alrededor cintas rosa-violetas, verdeaguas y amarillas…  Me quedé dormido con esta imagen en la cabeza.

¿Qué te puedo decir? ¿Que me levanté esa noche y dejando todo atrás fui al laboratorio a intentar recrear mi sueño? No. Ese era el antiguo yo, y a decir verdad, ni noté la semejanza que había en ese sueño. No.

Conseguí un empleo menos emocionante y más humano. La aventura esta vez estaba en casa. Muriel floreció y yo crecí. Amar implica aprender y eso hice.

Cuando Óscar tenía alrededor de siete años estábamos jugando a armar avionetas de papel. Óscar les puso cintas verdes y rosas, y me dijo -Esta avioneta se va a comer el calor del sol, para que no se queme la gente. - Entonces lo vi. Jajaja ¡si sólo le faltó dibujármelo en la cara! Contacté a mis amigos de proyecto, y empezamos a trabajar. Esta vez todo era distinto, sabíamos que estábamos en la ruta correcta.

Diez, doce años pasaron, cuando Óscar se unió al proyecto. Era ya un adulto, estudiante con honores de matemáticas. Fue mi hijo quien descifró la ecuación faltante para que el satélite de bloqueo cobrara vida. El proyecto fue un éxito esta vez y los coloquialmente llamados “sotocopteros” comenzaron a volar por toda la atmosfera marciana y partes de la luna ¿Quién sabe qué más aplicaciones les puedan hallar en el futuro?

Estoy orgulloso de ti hijo. He dejado esta carta en una cápsula de tiempo, con todas esas palabras que nunca pude decirte. Quería mostrarte cuantas lluvias se necesitaron para que germinara la semilla que habita en ti, cómo eres de valioso. Tal vez debí tener el valor de decírtelo a la cara, pero sé que tú me entiendes Óscar, pasa que aun sigo imaginando vacas esféricas.

Y entre otras cosas escribo esta carta porque… ¿sabes por qué? Porque mi legado… eres tú.                        

                                                                        Carlos Soto G

 

Nadexa apretó contra su pecho el cuaderno. Le gustaba soñar que esa carta hubiese sido escrita para ella. Cuando la leyó por primera vez, allá en la tierra, buscó a Oscar Soto para entregarle la carta de su padre. Pero no lo encontró. Las ultimas fuentes lo situaban de camino a marte para trabajar en el proceso de calentamiento de la superficie marciana. Y fue así como llegó a la charla de reclutamiento.

Se acercaba su primera temporada de permisos y esperaba poder buscar a Oscar Soto para entregarle la carta. Solo temía tener algún tipo de problema con la jefatura puesto que las máquinas estaban recibiendo extrañas señales desde algún lugar profundo del sistema solar desde hace algún tiempo.

El día antes del previsto para su salida, recibió un mensaje por la pantalla oficial de la misión: “se le requiere a usted mañana a las 8 a.m. en la plataforma de despegue para una reunión urgente”. ¿Por qué los mensajes no pueden incluir en su mismo contenido, resumido, el motivo de su envío? ¡Qué manera de cagarle el día! No durmió, no comió, solo se preguntaba: ¿podré bajar a la superficie? Después de tanto tiempo, ¡después de tanto tiempo! ¿Irán a condenar sus planes otra vez?

A las ocho de la mañana del día indicado Nadexa estaba en la plataforma mientras la nave descendía. ¿Me enviarán de vuelta a la tierra? Así, ¿sin más?

La nave despegó y se situó un poco más allá de la órbita externa del planeta, mientras los altos mandos comenzaban a decir:

-Nos ha sido reportada una anomalía que puede ser observada desde las torres, suponemos que usted está al tanto.

-En efecto, de hecho, he sido uno de los que la han reportado.

-Hay algo que quisiéramos que observe con atención.

Claro, desde este sitio, era evidente que había un patrón en las ondas que recibían los satélites de bloqueo de la órbita externa del planeta. Y más aún, era evidente que ese patrón era idéntico al que emitían los satélites de una sola de las torres: la 40N9O, “su” torre. Sólo ella lo sabía, pero lo que sucedía era que ¡Sus UWUs estaban obteniendo respuesta!

Un hombre anciano se acercó. Se notaba que era alguien importante pues hasta los altos mandos se hicieron a un lado y guardaron silencio. El hombre preguntó:

-Sólo hay algo que quiero saber: ¿los satélites de tu torre se han estado moviendo solos?

-No.

-¿Eres tú quien los ha estado moviendo?

-Sí, lo siento, no tuve intenciones de causar problem..

-¿Es arbitrario el movimiento que les das?

-No, señor.

-¿Es algún tipo de lenguaje?

-Sí, señor.

Entonces Nadexa le mostró al anciano en qué consistían sus saludos y cómo los había hecho para alegrar a su compañera en su larga soledad. El viejo dió un brinco que casi le bota de su silla deslizante.

-¿Te das cuenta mujer? ¿Te das cuenta lo que has hecho? - Decía casi en un chillido. -¡Has hecho contacto! ¡Has contactado con vida inteligente en los límites del sistema solar!

 

El ascensor descendía lentamente por un túnel de vidrio. La zona alta de la torre se iba alejando más y más mientras su campo visual se hallaba en medio de una espesa neblina. En sus manos, la caja oxidada que había sido su único equipaje hasta ahora. Esta vez sin el cuaderno que antes le acompañaba, pues este se hallaba ahora en manos de su legítimo dueño: el ya anciano Óscar Soto.

La caja, sin embargo, no estaba vacía. Mientras la vista comenzaba a despejarse, abría paso a un hermoso valle verde, desde donde podía ver con claridad el famoso rostro de Cydonia que lucía ahora una estrambótica melena verde. Las aguas agitadas por el viento bañaban su costado.

Nadexa pensó en las primeras palabras del nuevo cuaderno que ahora ocuparía la caja, uno escrito por ella, y que dirían así:

-Y yo, ¿qué hago aquí?, ¿cuál será mi legado? Pues yo ya lo sé. El que escoja o el que ponga en mis manos el destino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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