Rubén Peña Primera Fase de Envío

UN PEQUEÑO ERROR

 

El cepillo se deslizaba susurrando con fatiga: ffff, ffff. Barrer en Marte es igual que barrer en la Tierra —pensaba Spencer García— mientras se desplazaba de espaldas por el largo y curvo pasillo, y las luces se iban apagando e iluminando a su paso. Habitualmente se preguntaba cómo era posible que entrara tanto polvo en la Burbuja. La Burbuja era el campamento en el que vivían en el nuevo planeta. Una gran cúpula en medio de un yermo desierto rojizo. A Spencer le recordaba a una carátula de un antiguo y súper-desfasado DVD de los que su abuelo solía coleccionar como recuerdo de los buenos y mejores tiempos pasados. Aunque, ahora que lo pensaba, no estaba seguro si la imagen que tenía en su cabeza pertenecía a una película o a la portada de un viejo libro; desgastado por las miradas y deslucido por el manoseo.

Apoyó el recogedor en el suelo y este empezó a absorber el montón de tierra rojiza. Daba igual de dónde proviniera la imagen de la cúpula, el caso es que él vivía bajo la Burbuja, en Marte, rodeado de esa condenada tierra rojiza que no dejaba de colarse por donde se supone no podía entrar. Pero suponía que debía estar agradecido. Hacía el mismo trabajo que en la Tierra, limpiar, aunque en el planeta rojo estaba viviendo la aventura de su vida —como prometía el panfleto que su hermano le enseñó para convencerlo de apuntarse a aquella aventura—. ¿O tal vez no la estaba viviendo? Llevaba allí más de dos meses, y de momento solo barría y barría. ¿Cuánta arena habría recogido? Eso era difícil de contestar; pero seguro que mucha, muchísima.

Siguió pues barriendo, absorto en sus pensamientos. Abandonó el pasillo y se introdujo, de espaldas, siempre barriendo de espaldas, en una gran habitación, poblada de largas mesas con multitud de instrumentos sobre ellas.

—Oh, discúlpeme —. Dijo una voz, sobresaltándolo, sacándolo de sus pensamientos y haciendo que se girara y encarara el mundo de frente. —Estaba terminando unos cálculos y se me ha hecho tarde. Ahora mismo recojo esto y me marcho.

El hombre, con un turbante blanco inmaculado coronando su cabeza, y una larga barba negra increíblemente lacia y brillante, comenzó a recoger unos papeles sembrados de símbolos y números apretujados sin orden aparente.

—No, por favor. Siéntese. Su trabajo es mucho más importante que el mío. Yo solo limpio.

—¿Y usted cree que nosotros podríamos trabajar si ustedes no limpiaran, cocinaran y arreglaran todo lo que se estropea?

Spencer no supo qué responder. En realidad había veces en las que sí pensaba exactamente eso. O al menos lo pensaba en la Tierra, dónde la gente lo miraba por encima del hombro, con desprecio, casi asqueados de compartir el mismo aire. Pero en la Burbuja era diferente. Todos lo miraban y saludaban con una sonrisa, haciéndolo sentir uno más del equipo, uno más de la aventura.

—¿Eso son las instrucciones para hacer funcionar las bombas? —Preguntó mirando los papeles del desconocido.

—¿Las bombas? Ah, bueno. Supongo que se refiere a las ojivas termodinámicas de fisión creciente.

Spencer García asintió. Ni en un millón de años sería capaz de reproducir las palabras que acababa de escuchar.

—Bueno —continuó el hombre del turbante—, es algo más complejo que las instrucciones. En realidad son los cálculos del recorrido teórico que deben hacer al penetrar en la corteza del planeta. Tienen que incrustarse en el hielo a la perfección para evaporarlo y expulsarlo de la forma que queremos.

—Y una vez que lo hagan podremos salir de la Burbuja y respirar.

—Sí. Con el tiempo. Suponemos que eso hará que se pueda crear una atmosfera idónea.

—Y todo depende de esos símbolos ¿verdad?

El científico rio. Le gustaba la sencillez de ese hombre, como reducía el trabajo de su vida, la misión más importante de la historia de la humanidad, a unos simples: símbolos, bombas, burbuja…

—Es algo más complicado que eso—respondió fijándose en la identificación—, Spencer. Pero bueno, si algo fallara hay otras colonias probando cosas diferentes. Aunque esperemos ser nosotros los que nos llevemos la gloria, je je.

—Sí, usted parece el tipo de hombre que aparece en los libros de historia— dijo Spencer García. Y tras inclinarse para leer la identificación, agregó: —Nabil.

El silencio cayó entre ambos hombres.

—¿Quiere verlas? —Preguntó Nabil tras unos incómodos segundos.

—¿Las bombas?

—Sí, las bombas —respondió con una cálida sonrisa.

Spencer asintió con los ojos de un niño al que le proponen mirar tras la cortina del circo de fenómenos que oculta a la mujer-reptil.

Nabil lo condujo al final de la habitación, a través de un angosto y, sorprendentemente, mal iluminado pasillo. Al final de este, en una amplia y húmeda sala abovedada, se extendían hasta donde alcanzaba la vista, dos hileras con cientos, no, miles, de bombas. Más que bombas parecían berenjenas, con un extraño brillo metálico y aire místico que llenaba el ambiente. Parecían susurrar, llamar su atención con bellas e ininteligibles palabras.

 

Spencer no podía quitarse ese brillo de la cabeza. Hacía ya rato que estaba acostado en su cama. Nabil no dejó que tocara las ojivas, incluso pareció un poco molesto por el atrevimiento del bedel, finalizando con cierta brusquedad la visita, y despidiéndose con sequedad de Spencer.

—Yo solo quería tocar una de las bombas —murmuraba Spencer retorciendo las sábanas—. Una leve caricia. Bueno, tal vez pasar la mano por toda su lisa y firme superficie. Puede que levantarla y sujetarla en mis manos por un par de segundos, o un minuto quizás.

Él formaba parte de la misión, es más, el propio Nabil dijo que su cometido era importante, esencial. Entonces, ¿por qué no podía sujetar una de las bombas por un par de minutos? Claro que podía; tenía todo el derecho. Se levantó de la cama y se dirigió al almacén.

 

Cuarenta años después Spencer descansaba sus agotados huesos sobre un taburete colocado a la puerta de su choza en la Tierra, a las afueras de la ciudad de Guadalajara. Escuchaba la antiquísima radio, que le legara su abuelo, con una sonrisa de satisfacción y orgullo dibujada en su rostro, mientras su mirada se perdía en el cielo azul de verano, y los niños pasaban zumbando con sus patinetes aerodeslizantes riéndose entre dientes del viejo y chalado Spencer el Marciano.

Todas y cada una de las colonias que poblaron Marte durante años en busca de la terraformación habían fracasado. Algunas no pudieron si quiera iniciar los experimentos debido a lo inhóspito del ambiente, otras sufrieron duras derrotas que echaron por tierra las teorías y artefactos desarrollados durante décadas. Ya fuera por un motivo o por otro, todas fueron abandonando el planeta rojo, con la promesa de volver muy pronto con una solución definitiva. Pero Nabil permaneció en la Burbuja. Permaneció a pesar de que la noche en la que Spencer se levantara para tocar las bombas la mayoría de estas quedaran destrozadas. Un pequeño error, una mano demasiado sudorosa, temblorosa e inexperta, hizo caer las ojivas, desatando una reacción en cadena que condenó el futuro de la misión, e hizo que el bedel fuera fulminantemente despedido y mandado de vuelta a la Tierra.

En realidad fue un golpe de suerte —la voz de Nabil, gastada por los años, sonaba en la vieja radio—, todo ha sido fruto de una de esas casualidades que a veces ocurren en la historia de la humanidad. Uno de esos errores que acaban cambiando el curso de la historia. Hace años, un desafortunado accidente hizo que la mayoría de nuestras ojivas se destruyeran, siéndonos imposible llevar a cabo nuestro experimento. Por lo tanto tuvimos que volver a fabricar nuestras bombas, como decía un amigo. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de un error de base en el diseño de la estructura. Este error no estaba contemplado en los cálculos posteriores, por lo que si, se hubiera llevado a cabo el experimento como teníamos previsto, hubiésemos fracasado. Tendríamos que haber vuelto a la Tierra con la decepción cargada a nuestras espaldas. Y solo Dios sabe en qué habría quedado el proyecto. Seguramente se habría abandonado y apostado por otra idea.

Pero fue gracias a ese error, a ese accidente, que hoy podemos proclamar nuestro éxito…

 

Spencer cerró los ojos para evitar que las lágrimas salieran de ellos. Después de ser despedido por lo que los responsables de la burbuja calificaron como: una falta de respeto y profesionalidad en extremo peligrosas e intolerables. Después de aguantar durante años las burlas de sus vecinos, por fin, aunque solo se lo reconociera una persona y de forma anónima, se hizo justicia. La misión tuvo éxito, ellos se llevaron la gloria.

Volvió a abrir los ojos. Y tras lanzar un guiño de agradecimiento al infinito, bajó la mirada. La vieja bomba descansaba en su regazo, aquella que cogiera hacía ya tantos años. Su brillo se mantenía igual de vivo que la primera vez, aunque el susurro había cesado hacía tiempo, como si las instrucciones que le dictaba ya hubieran sido cumplidas, como si Spencer García ya hubiese cumplido el cometido que la historia y el Universo le tenían reservado. Sí, definitivamente, vivió la aventura que le prometieron. 

Comentarios

Entradas populares